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Juan José Castro

Offenbachiana (1940)

Ballet en 3 cuadros, sobre temas de Offenbach. Argumento

 

ArgumentoMargarita Wallmann.

Formación: 3.2.2.3 - 4.3.3.1 - timbal, percusión, celesta, matracas, arpa, cuerdas.

Archivo: Buenos Aires, Ricordi.

Duración: 60’.

Estreno: Buenos Aires,  25-05-1940, Teatro Colón. Director: Juan José Castro.

 

 Intérpretes:

 

Ángel Eleta El jefe de estación
D. Fantini, V. Ferrari, F. Pecach, F. Vázquez Mozos de corde
E. Imaz  El vendedor de diarios
H. Alvarez Una vendedra de flores
O. Farrace  Madame Balandard, una vieja demodé
A. Gago  El señor que la espera
S. Cofone Mr. Brown
L. Segovia Mrs. Brown
Angeles Ruanova Su enfant terrible
F. Gago El empresario de Nueva York
Yurek Shabelevski Su Excelencia, el Príncipe incógnito
E. Hayberger, V. Lavroff, A. Molina  Oficiales de la delegación extranjera
Luis Le Bercher El Barón Choufleuri
A. Varela, O. Werberg Los señores que esperan a la Gran Duquesa
Dora Del Grande La Gran Duquesa
C. Cresto La camarera

Raúl Blanco

Vert-Vert, un viajante retrasado

 

 

 

 

Argumento

 

Acto I

Cuadro Primero

En el tren Rambouillet.

La escena representa una estación de ferrocarril, en París, decorada con todos los emblemas de la época: aeróstatos, anuncios de playas de moda como Trouville, Biarritz, etc.

La exposición mundial en el año 1867 ha reunido en París a los turistas de todos los países lejanos y vecinos. Pero aún más que la exposición universal, ha sido el enorme suceso de las operetas de Jacques Offenbach, que han atraído a los extranjeros hacia París para dejarse cautivar por los galops infernales de este maestro aclamado como el Mozart des Champs. Existía en esa época del Segundo Imperio un deseo frenético de “vivir y dejar vivir” y ante los espectáculos de Offenbach se hallaban los representantes de la más alta aristocracia internacional junto con la bohemia y la burguesía parisinas, unidos en el espíritu de la galantería y de la locura de una época feliz que ya no existe. Nadie mejor que Offenbach ha logrado trasmitir tan brillantemente a través de sus personajes el alegre espíritu de esos tiempos pasados, personaje de los que encontramos algunos de los más famosos desde el principio del ballet.

La danza del jefe de la estación y de los mozos de cordel preanuncia la llegada del tren (último modelo del año 1867) que entra resoplando. Salen los viajeros: Madame Balandard, que a causa de sus opulentas formas sólo a costa de grandes esfuerzos consigue salir por la puerta del compartimiento del tren ayudada por un señor (¿tal vez Mr. Balandard?) y los mozos de cordel; salen Mr. Y Mrs. Brown y su niña terrible que se divierte observando a los otros viajeros, especialmente a los oficiales de la delegación extranjera, a pesar malhumor de sus padres que temen por la reputación inglesa. ¡Pero es realmente interesante ese Príncipe incógnito, tan elegante! ¡También el gordo Empresario de Nueva York, ciudad tan lejana! Y ahora avanzan también los elegantes señores que con mucha devoción se acercan a saludar a la muy bella e imponente Gran Duquesa que, sólo ella, posee tan equipaje que  ni aún todos los mozos de cordel juntos lo pueden transportar. Un pequeño vendedor de diarios muestra a los recién llegados un cartel pegado a una pared: ALLEZ VOIR LES OPERETES D´OFFENBACH dice en el cartel y vamos a verlas, vamos dicen todos y se ponen en movimiento, mientras llega apresuradamente un desesperado viajero retrasado que busca en vano alcanzar el tren que con ritmo del año 1867 se hall ya en movimiento. ¿Está, en realidad, tan desesperado por tener que quedarse en París? Lo veremos.

Cuadro Segundo

Le Theatre des Bouffes Parisiens 

Durante la música del intermezzo cae un pequeño telón pintado a la manera típica de la época, presentado tarjetas ilustradas con diversas visitas famosas de París: la Place Vendóme, el Arco de Triunfo, la Plaza de la Opera, los Boulevards. En el centro se halla escrito: Souvenir de Paris – Exposition Universelle 1867.

Cuando se alza el telón asitimos al final del tercer acto de una opereta de Offenbach. Un escenario sobre el escenario: galop brillante bailando por todo el conjunto, en el estilo de la época, ante el entusiasta público del Theátre des Bouffes parisiens, público que se compone en gran parte por muestras ya conocidas figuras del primer cuadro del ballet, que aplauden fervorosamente. Cae el teloncito de boca de la escena y nos encontramos tras los bastidores. Congratulaciones, un fotógrafo que tomas las fotografías de la Diva y del Tenor, maquinistas de escena que se llevan las decoraciones, toda la vida animada del escenario. Entran los boulevardiers, los habitués du theatre, los galants des danseuses, que traen flores, regalos y ... ¡amor! Comienzan a bailar un valse galante con las bailarinas, mientras Amélie espera la entrada de Jerome, pintor de moda y admirador caluroso de la danzatriz. Ellos también se unen en el dulce ritmo del valse, que sólo termina con la entrada del Director del teatro acompañado por el Empresario de Nueva York. En seguida desaparecen todos los admiradores porque cada una de las bailarinas quiere demostrar su talento al Empresario. Peronilla, maestro de baile algo reumático, les enseña los pasos, y las bailarinas imitan con gracia sus movimientos. Pero este concurso no tiene resultado porque es bruscamente interrumpido por la entrada sorprendente de la delegación extranjera. Los oficiales que acompañaban en la exposición de 1867 al Zar de Rusia, al Rey de Inglaterra y al Kedive de Egipto, piden ser presentados a las bellas bailarinas parisienses y entre ellos hay uno de quien se afirma que es un verdadero príncipe incógnito (¡qué honor!). Y qué placer; porque estos oficiales son elegantes e interesantes y cada uno de ellos se presenta con un paso danzante al estilo de su país, y al fin invitan a las bailarinas a que los acompañen a la Grande Chaumiére donde se reúne el tout Paris para festejas los éxitos de Offenbach.

No será posible ir sin esas bailarinas que, en el sentir de los oficiales, tanto han contribuido al éxito de esa noche. Mientras los oficiales esperan, desaparecen las bailarinas en sus camarines, apremiadas por las viejas modistas del teatro que están apuradas porque ya es tarde y porque ya, desde hace mucho tiempo, han olvidado los derechos de la juventud. Los sirvientes apagan las luces y el escenario sin luz y sin bailarinas se convierte en un lugar como cualquier otro. Los bomberos diligentes avanzan con pasos cautelosos y observan cada rincón de la escena para cerciorarse de que no hay peligro de fuego, y finalmente se retiran tranquilizados después de tantas fatigas. A través de los vidrios de las puertas de los camarines, se perciben las sombras de las bailarinas que se ponen el sombrerito, se adornan con una rosa el escote del vestido y luego quedan listas para salir. Las puertas de los camarines se abren silenciosamente para no despertar alas viejas modistas que se han adormecido; salen las bailarinas y se presentan con una graciosa inclinación a los oficiales que las esperan junto a la puerta de salida. Y ni siquiera Amélie piensa en el pintor Jerome, porque ha conseguido el brazo de un verdadero príncipe, aunque incógnito y sólo por una noche.

Cuadro Tercero

La Grande Chaumiére

Cuando se alza el telón nos hallamos en medio de un torbellino de movimiento: estamos en la Grande Chaumiére, uno de los sitios de París donde se reunía la multitud para bailar, beber y gozar la vida, y donde encontramos nosotros también a todos los personajes ya conocidos en los cuadros anteriores. Un brindis abre la escena en la que domina la Perichola, belleza e ídolo de los boulevards, que sabe animar cada vez el ritmo de la danza de las midinettes, grisettes, viveurs y bohemiens. Pero de pronto la multitud se detiene para observar a un borracho misterioso que baila con pasos extraños y siniestros y que hace recordar al Doctor Miracle, del que hablaba ayer el estudiante Hoffmann. Tal vez esto hace pensar a alguien de la multitud que la vida no es siempre tan bella y alegre como aquí, en la Grande Chaumiére... Pero la aparición del extranjero misterioso es rápidamente olvidada por la entrada de los pintores que con gran desenvoltura y vivacidad traen consigo los atributos de su oficio, pinceles y paletas, y ante la mirada del público sorprendido pintan en la pared el retrato de la bella Francine, famosa modelo de los primeros pintores, que está bailando en medio de la escena con Jerome, el pintor de moda. Y Rataflá, el tambor mayor, llama a sus hijas, ocho graciosas muchachas, y con ellas baila una cómica polka hasta que se encuentra con no poco susto ante su coronel, quien, con su sola presencia, conquista en un instante a las ocho hijas. ¡Pobre Rataflá!

Más nadie tiene tiempo que perder para consolarlo, porque todo el interés se concentra en la vivaz entrada de los oficiales extranjeros que, del brazo de las bailarinas, traen a la Grande Chaumiére el perfume de la vida del teatro y del gran mundo internacional. Pero ¡qué sorpresa para Jerome al ver su adorada Amélie del brazo de un verdadero príncipe¡ Jerome, sin embrago, no se deja vencer, y ayudado por sus amigos y la bella Francine, le crea tales obstáculos al turbado príncipe que no sabe ya como bailar y se encuentra de improviso del brazo de Francine en lugar del de Amélie que, raptada por el propio Jerome, desaparece de sus ojos en los giros del mismo valse. Pero los aspectos dela vida en la Grande Chaumiére cambian pronto, y efectivamente avanza Ciboulette, la jolie parumeuse que ofrece sus perfumes a los clientes y – bailando con todos – los vende a los oficiales, a las bailarinas, a los bouleverdiers acompañados de Madelón y Madeleine (dos elegantes damas del demi-monde) y los vende también a un señor apresurado que la corteja. ¿No es éste Vert-Vert, nuestro viajero retrasado que ya parece no estar arrepentido de haberse quedado en París? Y otra viajera del mismo tren llega ahora a la Chaumiére: la Gran Duquesa, siempre bella y seductora, que con su galanteador, el barón Choufleuri, ha presenciado el éxito de la soirée de Offenbach y ahora quiere conocer la vie de nuit de París. Todos los señores, naturalmente, se acercan y quieren bailar con ella, pero la Gran Duquesa prefiere sobre todo los demás al elegante Príncipe que vuelve desolado por la pérdida de la bailarina, y ahora encuentra tan inesperadamente la más charmante compensación. Mientras la multitud danzante gira alrededor de esta elegante pareja, gira también el escenario y vemos a Amélie y Jerome, lejos de todos, en un gracioso téte á téte sentimental y amoroso, ambos contentos de haberse encontrado y decididos a no dejarse arrastrar más por las tentaciones, ni de príncipes ni de bellas modelos. Y nuevamente gira la escena y se ve otro aspecto del jardín, donde en un teatrillo, rodeado por la enceguecedora luz a gas del año 1876, baila Frou-Frou, la reina del cancan, esa danza frívola y típica de la época, que lleva como ninguna otra a las masas al delirio de la alegría. Y Frou-Frou acompañada por las bailarinas del cancan desciende de la pequeña tarima y -¡quién lo hubiera imaginado! – empieza a danzar en medio del público y a enseñar a los entusiastas espectadores el paso del cancan. ¡Cuántas risas, audacias, confusiones, cuando los sombreros de copa de los señores deseosos de aprender el cancan, caen al suelo...! Una verdadera chonique scandaleuse, piensan Mr. y Mrs. Brown, y cubren con las manos los ojos de su enfant terrible, en tanto que Frou-Frou está buscando un compañero. ¿El Príncipe? ¿El Barón Choufleuri?... ¿El tambor Rataflá?... ¡Oh, no! El bello Valentin es el único digno de bailar el cncan con Frou-Frou, y abandonando su orquesta salta en medio de la escena como un diablo, desencadenando junto con Frou-Frou, un verdadero frenesí danzante que pronto se concierte en un galop infernal sobre la melodía, tal vez la más electrizante que Offenbach haya escrito jamás: el galop del “Orfeo en el infierno”. Y un infierno de alegría y de júbilo reina ahora en el jardín iluminado por centenares de faroles y (a pesar de que las horas dela noche pasan) nadie está cansado y nadie puede resistir al ritmo del cancan. También Jerome y Amélie, el Barón Chufleuri y la bella Francine, la Perichola y Vert-Vert, y finalmente la Gran Duquesa con el Príncipe incógnito, buscan seguir esta danza de locura, y todos, en un galop final, avanzan por el jardín de la Grande Chaumiére. En el escenario que gira y ofrece siempre nuevos puntos de vista, descubrimos también en un rincón a Madame Balandard que, con su marido, busca tímidamente imitar el cancan que parece una verdadera enfermedad contagiosa. Sólo la familia inglesa ha permanecido inmune, encontrando todo tan shocking que con ostensible indignación trata de huir de este torbellino parisiense, y para nosotros en toda la OFFENBACHIANA           - no hay más que grandes enfants terribles. Pero el Empresario está contento, porque halló finalmente la gran sensación para llevar a Nueva York: a Frou-Frou y el cancan y toda esta superabundante alegría, que una vez, en una época feliz, el maestro Offenbach denominaba: la vie parisienne.

 
 

© Copyright 2001 Música Clásica Argentina (108657).
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Fecha de lanzamiento 1-02-2001
Responsable: Ana María Mondolo