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Ópera

Héctor Panizza

Bizancio

Drama lírico en 3 actos y 4 cuadros.  Argumento

Libreto: Gustavo Macchi

Estreno: Bs. As., 25-07-1939, Teatro Colón. Director de orquesta: Héctor Panizza. Reggiseur: Carlos Piccinato. Director del coro: Rafael Terragnolo. Decorados: Pío Collivadino y Dante Ortolani.

 

Intérpretes:

Gina Gigna
  La Emperatriz (Augusta)
Duilio Baronti
  El Emperador (Basileo)
Sara Cesar
  Eudoxia
Alejandro de Sved
  Aldano
Pedro Mirassou
  Suatari
Alessio De Paolis
  Papias
Vittorio Bacciato
  El Hostelero
Joaquín Alsina
  El Ciego
Duilio Baronti
  El Mutilado
Clara Oyuela
  Una Cortesana
José Martínez
  Un Cortesano

Edmundo Rigazzi

  Una Voz
Carlos Giusti
  Un Parroquiano
Edmundo Rigazzi
  Un Heraldo
Rogelio Baldrich
  Un Guardia

Vittorio Bacciato

  Un Acolauta
Nelly Rubens, Clara Oyuela, Sofía Mendoza
  Tres Doncellas
Edmundo Rigazzi
  Un Spatario
Vittorio Bacciato
  El Protogerarca

 

 

Argumento  

Acto I

La escena representa la plaza principal de Bizancio. A un lado el palacio imperial. Del otro, el templo de “Hagia Sofía”. Al fondo, el hipódromo. Alrededor del templo se levantan las improvisadas barracas de feriantes. Es de noche. Un pelotón de soldados normandos forma guardia ante el palacio. Los manda Suatari, quien, mientras pule su hacha, canta una canción heroica de su país. Suatari ha llegado recientemente a la corte de Bizancio con su hermano mayor, que ocupa allí un alto rango. Vendedores ambulantes, plebeyos, conspiradores, etc, entran poco a poco en escena, reuniéndose en las tabernas, donde murmuran contra la Emperatriz odiada y el Emperador inepto. El pasado de la Emperatriz, antigua cortesana, sus intrigas para escalar el trono. Su cruel y su depravación, la hacen aborrecible al pueblo.
Las cortesanas regresan de sus orgías nocturnas. Cruzan la escena cantando, hasta encontrarse con un grupo de neófitos cristianos que salmodian sus preces. Se insinúa una gresca, hasta que los soldados, interviniendo, restablecen el orden.
Se anuncia la primera claridad de alba. Mientras los soldados rechazan a la multitud y despejan la plaza por donde habrá de pasar el cortejo que se dirigirá al templo donde será coronado el Emperador. Suatari se ha aproximado a un grupo que debe en la taberna y sorprende las imprecaciones de los conjurados contra la Emperatriz. El, que desde su llegada a la corte admira en secreto a la Emperatriz, deslumbrando por su soberbia belleza, no puede creer lo que oye. Pero los conjurados relatan los horrores que ocurren en la Corte. Un ciego y un mutilado son elocuentes testigos de las atrocidades que se cometen en las prisiones del Palacio Imperial.
Su entusiasta corazón se turba. Experimenta la vergüenza de servir a una cortesana y su indignación aumenta cuando su hermano Aldano, que acaba de llegar, le comunica que ha caído en desgracia ante la Emperatriz. Como ha descubierto que Aldano ama a Eudoxia (princesa que reivindica sus derechos al trono) y teme ser destronada por ellos, ya ha impartido la orden para que él sea arrojado a un foso y ella sea suprimida. Ante esta horrible revelación, el alma de Suatari se subleva. Mientras tanto el día ha llegado. La escena se llena poco a poco de una multitud heterogénea que asistirá a los festejos de la Coronación. Las campanas, las trompetas, anuncian al imponente cortejo que, en su despliegue de opulencia, deberá demostrar la riqueza de esa Corte depravada. El cortejo parte del Palacio, cruza la escena y se dirige hacia el templo. Aldano ocupa su lugar al lado de la Emperatriz; los soldados contienen a la muchedumbre. Suatari es presa de viva agitación. ¡No perderá a su hermano sin vengarse!. Cuando la Emperatriz desciende de su litera frente al portal del templo. Suatari, llevado por el furor y aún instigado por las voces de los conjurados, se abra paso entre la multitud y se arroja sobre la Emperatriz para asesinarla, pero su brazo no llega a descargar el golpe porque su hermano se lo impide. La multitud y los cortesanos gritan, imprecan y vociferan en una gran confusión, mientras cae el telón.  

Acto II

La villa secreta de la Emperatriz a orillas del Bósforo. Avanza el crepúsculo. El gran Papias ordena a los soldados que el prisionero sea encerrado en la torre y mantengan sobre ello el más absoluto secreto. La princesa Eudoxia, que espera poder hablar con su Aldano, al salir de la casa encuentra al gran Papias, quien es dichoso de poder vengarse de la indiferencia que Eudoxia le demuestra. La llama a un lado y le informa que la Emperatriz quiere recompensar a Aldano por haberle salvado la vida brindándole su amor. Loca de dolor ante esta revelación, Eudoxia, para vengarse, decide informar al Emperador y corre al Palacio Imperial. La Emperatriz entra en escena. Su aspecto es terrible. Ordena que Aldano, su salvador, sea llevado ante su presencia; quiere saber de su boca porque la ha salvado, justamente a ella, que quería enviarlo al calabozo. Aldano, altanero en un principio, le declara que no es a ella a quien ha querido salvar, sino a su hermano, pero, de inmediato emocionado al pensar en la pena que espera a Suatari, se arroja a los pies de la Emperatriz y le suplica su gracia. Sorprendida la Emperatriz al saber que quien atentara contra su vida es hermano de Aldano, conmovida además por la explosión de aquel profundo dolor, desea saber por qué se quieren tanto los dos hombres de la misma sangre. Aldano llorando, le relata el origen de tan íntimo sentimiento fraternal. Al morir su madre, su padre lo llevó consigo a los campos de batallas para adiestrarlo en el ejercicio de las armas. Un día una mujer muy joven, bella y altanera se hospeda en la tienda de su padre. Un niño nación de esa unión. El lo recibió como hermano. Poco tiempo después esa mujer desapareció. En cano el pobre niño la llamó en sus llantos. Entonces es Aldano quien se hizo cargo del niño, quien lo crió y educó aún después de la muerte de su padre y lo convirtió en un guerrero. Lo quiere como un hijo más que como un hermano.
Mientras relata esto, una extraña agitación se apodera de la Emperatriz. Ella en las palabras de Aldano revive un episodio olvidado de su primera juventud. Cuando Aldano le revela el nombre de su padre, ella de sobresalta; cuando le recuerda los rasgos de la muchacha que estuvo en la tienda de su padre, ella tiembla; cuando él canta la canción de cuna con que la muchacha mecía a su niño al nacer, ella ya no duda: ella, ella es la madre de Suatari!... Una dicha sublime inunda el alma de la Emperatriz y al mismo tiempo un agudo dolor destroza su corazón. ¡La dicha de la madre que vuelve a encontrar a su hijo y el dolor de saber que es su hijo quien intentó matarla!. La cortesana depravada, la cruel Emperatriz, la mujer en cuyo corazón jamás anidó el amor, se ha redimido. Ahora desea ver a Suatari y sin revelar su secreto a Aldano, le ordena retirarse, aunque permaneciendo siempre a sus órdenes. Suatari entra cargado de cadenas, bello, noble en la fiereza que ilumina su rostro... al verlo así su madre siente un escalofrío. ¡Oh! ¡como desearía poder estrecharlo entre sus brazos, gritarle ese grito que parte de su angustiado corazón: “Yo soy tu madre! Pero teme y apenas si osa acercarse a su hijo para preguntarle por qué ha querido matarla. Suatari tiene una explosión de odio y desprecio, mientras ella le escucha aterrada. Ella no podré nunca revelar su angustioso secreto a su hijo, mientras éste sienta por ella tan terrible desprecio. La Emperatriz tata de justificarse ante las acusaciones de su hijo, de que ella, antes que despreciable, ha sido desgraciada.
Para salvarlo acudirá ante el gran Papias a quien imparte la orden secreta para que Suatari sea llevado con su hermano a la Casa Blanca. En cuanto al Emperador ella se encargará de explicarle que en el insensato atentado de Suatari sólo debe verse el fruto de un extravío de la juventud.
La Emperatriz se ha retirado. En la terraza quedan Aldano y Suatari todavía impresionados por los sucesos del día. Grupos de conjurados y conspiradores armados descienden de las colinas hacia el mar, para entrar en la ciudad en el secreto de la noche, y disponerse a la lucha apenas amanezca. Aldano, contemplando Bizancio, habla de la corrupción y de la decadencia de esta ciudad y sueña con su redención. Suatari tiene también un sueño, pero es un ensueño de amor. En la bondad y clemencia de la Emperatriz donde se esconde el secreto de su nacimiento, cree encontrar el amor y sueña con la belleza de la mujer que no ha dejado de admirar nunca.
Un rumor de gente armada lo sorprende de pronto: son los soldados de la guardia imperial que acuden por orden del Emperador, para apoderarse de ellos. Aldano trata de defenderse, pero lo dominan. Los dos hermanos cargados de cadenas son arrastrados por la soldadesca. Sobre el horizonte, allá donde duerme Bizancio resplandece el brillo de las fogatas. En la señal de los conjurados opta lanzarse al ataque del palacio Imperial. Telón.  

Acto III

Cuadro Primero:

Se anuncia el día. En la alcoba de la Emperatriz, sus esclavas la esperan inquietas. Por fin aparece pero desea estar sola. Despide a las esclavas. Su dolor estalla. Se arroja a los pies de una imagen de la Virgen, implorando que le otorgue el amor de su hijo. Quiere expiar en su amor maternal toda su vida de cortesana.
La voz de Eudoxia que llega, para cumplir su venganza, la obliga a interrumpir su plegaria, y oye de la joven princesa la atroz revelación; ella ha anunciado al Emperador que Aldano es su amante; ella ya no será su prometida pero su rival tampoco lo tendrá, Aldano y Suatari arrojados a un foso, en ese mismo instante es posible que sean ajustificados! Un grito salvaje parte de la Emperatriz, dejando escapar su secreto: Aldano no es su amante y Suatari.... es su hijo!. Las dos mujeres confundidas en un mismo dolor se precipitan fuera de la alcoba para tratar de salvar, si aún están a tiempo, a las dos víctimas.
Ruidos de armas anuncian que el motín ha estallado. Los insurgentes invaden el Palacio. La lucha se hace general.

Cuadro Segundo:

Una celda oscura. En el fondo una escalinata. A un costado una pequeña escalinata interior. Al otro costado una puerta. Suatari encadenado y a quien ya le han vaciado los ojos, gime en su agonía. Aldano, atado a una cruz, espera su hora. Por la puerta del subterráneo suben los dignatarios de la Corte y el Emperador, quien, lívido de miedo, no sabe dónde refugiarse. El palacio está por caer en poder de los conjurados. Las legiones normandas rehusan presentar combate para defender el Palacio, si no se les entrega a su capitán, Aldano. El Emperador ordena que Aldano sea liberado de sus ligaduras. Aldano recobra su espada y declara que no es para salvar al Emperador y a la Emperatriz por lo no combatirá, sino para encontrar una muerte más hermosa que la que se le preparaba. Estrecha entre sus brazos a su hermano y murmura a su oído que se dispone a morir también él. Sale.
La Emperatriz llega por la escalera interior. Busca a su hijo. Se horroriza al contemplar que ya ha sido cegado. Desesperada lo mece en sus brazos, lo llama con los nombres más dulces, le ruega que viva por ella, trata de mitigar sus sufrimientos. Pero él ya no la oye. En su delirio sólo vuelve a ver a la mujer que turbó su corazón con su último ensueño de amar. La pobre madre, anegada en dolor y horror; llora ante el hijo que, apenas recobrado muere entre atroces sufrimientos, siendo su último grito una maldición para aquella que le dio la vida. Afuera han continuado los ruidos de la batalla y se oyen ya los gritos de la victoria. La puerta, sobre la gran escalinata del fondo, se abra y rodeado de teas luminosas aparece Aldano, herido, sostenido por sus soldados. El noble Aldano ha vencido, pero aún tiene fuerzas para arrojar con desprecio su espada a los pies del Emperador. Después se arrastra penosamente hasta su hermano y espera a su lado la muerte que llega.
Dulcemente, como si Suatari pudiera oírle todavía, con su último soplo de vida, canta la canción heroica de su país. Luego, cuando la muerte silencia la voz de Aldano, sus soldados continúan la canción, saludando con sus armas.

 
 

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Fecha de lanzamiento 1-02-2001
Responsable: Ana María Mondolo